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lunes, 3 de abril de 2017

Casimiro, el de los cuentos



Casimiro, no era un tipo cualquiera, era lo que se dice un cuentero por excelencia: verdadero juglar-trotamundos, enamorado de cuanta mujer pasaba por su lado  y trasnochador de velorios, espacio luctuoso preferido por él, para contar historias callejeras, a veces inventadas y otras…¡también! 
Una tarde, en medio de un velatorio allá por Mangos de La Estrella, en Buey Arriba,uno de los municipios montañosos de la provincia de Granma, alguien lo identificó y poco a poco se le acercaron otros, con la firme esperanza de  que en el momento oportuno comenzarían las ocurrencias del emblemático personaje.
El escenario estaba dispuesto: de un lado los consternados familiares del doliente, y del otro, los seguidores de Casimiro, quien al percatarse  de contar con el quórum necesario, comenzó a “disparar” sus narraciones:
-Oiga, compay, cosas increíbles las que se ven allá abajo en el pueblo: juguetes que se mueven con un aparatico que le llaman “el mando”, teléfonos de pantallitas que alumbran y te comunicas con cualquier país del mundo, a través de un tipo que le dicen Wifi, televisores grandes como las pantallas del cine…en fin, rarezas para cualquiera que viva por estos atajos.
Y como siempre me han gustado esos trajines de los velorios, me dije: ¡Caray!, voy a darme un saltico hasta la funeraria, para ver cómo son esas cosas por acá.  
Llegué hasta el local, leí un cartelito a la entrada que decía: Lola Pérez Pérez. Sepelio 3:00 p.m. y me dije por dentro: ¡Coño mataron otra vez a Lola!
Supe que se trataba de una vendedora de maní, atropellada por un Ford, pero me llamó la atención de que junto al cajón de la fallecida se encontraba una tartarita plástica, llena de crema facial.
Lo más curioso fue que los dolientes, después de darles el pésame a los familiares de Lola, introducían sus dedos en el recipiente y embarraban a la difunta con la crema, por supuesto, yo también hice lo mismo.
Luego me acerqué a un anciano que no dejaba de fumar y toser, en voz baja le pregunté:
- Disculpe, amigo, ¿acaso en este pueblo es una tradición untarles crema a los difuntos, o fue una petición de la fallecida?
El hombre me miró con tristeza y entre humo de tabaco y tos perniciosa me contestó:  
-No, hombre, nada de eso, le untamos crema porque antes de morir pidió que la “cremaran”.
Una joven interrumpe la improvisada tertulia para invitar a una taza de café y un cigarro, como en todo velorio que se respete. Casimiro aceptó la cortesía y en breve retomó la narración:
-Pues bien, en esa misma funeraria, pero en otra  capilla, estaba tendido un cardiólogo, al decir de los presentes, muy reconocido y cumplidor de varias misiones médicas en Asia, África y América Latina.  
Uno de sus colegas decidió homenajearlo  póstumamente, con un invento traído de “afuera”, por cierto, muy ligado a su profesión. El médico rompió la envoltura de papel celofán, sacó un enorme corazón  lleno de flores rojas y lo colocó detrás del féretro.    
-¡Carijo, qué corona más extraña…! -pensé. Y como al que velan, no escapa, llegó el momento de la partida del difunto cardiólogo. El corazón abrió lentamente unas puertas por donde penetró lentamente el ataúd, rumbo al descanso eterno. Juro que no pude más y ahí mismito solté la carcajada.
La gente me miró con extraño rostro, pero entre más me miraban, más me reía de aquel corazón, hasta que el señor de la tos perniciosa se me acercó y me dijo:
-Compadre, este es un velorio muy serio ¿de qué se ríe usted?  
-Yo, ni corto, ni perezoso le respondí:
Disculpe, amigo, es que  viendo lo avanzada de esta tecnología, me imagino el velorio de mi hermano Juan.
-¿Y eso? -indagó el señor.
-¡Es  ginecólogo!, ¿sabes?-dije y enfilé el rumbo hacia las montañas.




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