Una mirada que te acerca al mundo de los escritores y artistas de la provincia de Granma, Cuba.

viernes, 30 de enero de 2015

La fonda de Ben Zen, Manzanillo



                                               Si haces planes para un año, siembra arroz, si los
                                               haces para dos lustros, planta árboles, si los                 
                                               haces para toda la vida, educa a una persona.
                                                                                                            Proverbio chino

Cuentan que el precursor de las fondas chinas en Cuba fue el asiático Chun Long, quien en 1858, durante los inicios de la colonización, abrió una pequeña casa de comidas en la intercepción de Zanja y Rayo, en La Habana, con la finalidad de alimentar y alojar a marineros y a viajeros que tocaban puerto.
Como la iniciativa del “chinito” fue genial, sus paisanos Lin Si Yin y Chin Pan (vaya nombrecitos) colocaron similares establecimientos en los alrededores de las referidas arterias, sumándose luego otros vendedores ambulantes de viandas, frutas, verduras, carnes, prendas y de quincallería, originando, finalmente, el nacimiento del Barrio Chino.
Pero la idea comercial traspasó aquel asentamiento fundacional y en 1907, en lo que es hoy la plaza y parquecito central de Julia, en Granma, un noble comerciante nombrado Ben Zen Hong, instituyó el primer servicio social de la zona, reconocido como La fonda del chino.
Dicen que el asiático se estableció en el lugar, atraído por la hermosura del paisaje local y lo caudaloso de las aguas del río Babatuaba, en cuyas orillas proliferaba una amplia variedad de frutas tropicales.
La llegada del ferrocarril al poblado en 1910 resultó el acontecimiento del siglo, un acaudalado de la región permitió que por sus tierras atravesara el “camino de hierro” y en honor a esta acción la compañía norteamericana que trabajaba en los preparativos de la vía férrea bautizó el asentamiento con el nombre de Julia, la hija mayor del referido jerarca.
De esta forma quedaba sustituido el patronímico de ese asentamiento, conocido como El Chino, que nada tiene que ver con Ben Zen y sí con otro oriental radicado anteriormente en la región.
Se trataba de un curandero del que ya nadie recuerda su nombre, pero sí sus grandes poderes curativos y disposición para aliviar cualquier dolencia utilizando aromáticos mejunjes, sustentados en la tradición milenaria del país oriental.
Escoltado por la vegetación atractiva y exuberante, Ben Zen levantó su fonda, devenida sitio casi insustituible para calmar las pretensiones alimentarias de viajeros y lugareños.
El menú era sugerente y variado: liseta frita, cerveza, refresco, batido, escabeche aliñado en vasijas de barro...cuyos sabores y olores alborotaban el apetito de quienes esperaban su turno en las prolongadas colas mantenidas hasta cerca de la media noche.
Con el paso del tiempo Ben Zen se fusionó al contexto sociocultural de la comarca, tras enamorarse de la mestiza Idelfa Peña, excelente madre que le dio tres hijos: Omar, Josefa y a Marta, a quien también adoró por ser hija de la esposa-cocinera que ayudó a sostener el hogar y a multiplicar la huella china en Julia.
Dicen que jamás lo vieron de mal humor y que a ratos repetía la consabida frase que lo inmortalizó:
-Tú pide, tú paga, come mucho, chinito cobra mucho.
Y así, con el recuerdo de sus dragones y secretos tibetanos partió al sueño eterno, tal vez con la seguridad de encontrarse con los suyos más allá del sol naciente.


jueves, 29 de enero de 2015

Teófilo



“La posibilidad de realizar un sueño es lo que hace que la vida sea interesante”.
                                                                                                      Paulo Coelho


Dicen que hace muchos años vivió, en el oriental municipio de Guisa, provincia de Granma un rico hacendado y comerciante nombrado Teófilo Espinosa Carrazana, hombre de buenos sentimientos, pelo achinado y hablar acompasado, que franqueaba horas en los escalones de la iglesia local o en el parque, donde tenía un asiento fijo. Era lo que se dice un hombre digno de admirar por sus valores humanos.
Disfrutaba la equitación, sobre todo con su caballo plateado, le fascinaba también el  potaje de garbanzos con carne  y la sopa caliente, alimentos que al caer la tarde, saboreaba junto a la familia  alrededor de  la amplia mesa llena de sillas.
Como hombre acaudalado, era también muy ahorrativo, al extremo de que en cierta ocasión, al regresar de  La Habana a su pueblo natal, se detuvo  en una provincia cercana y desde allí pasó un telegrama a quienes dejó en  casa, anunciando su próxima llegada:
“Manda doce caballo para Entronque, me quedé Ciego”. La noticia cayó como un rayo sobre el caserío y la especulación alrededor del lamentable suceso consternó a familiares y amigos. El mensaje dejaba entrever que Teófilo había perdido la visión y todos suponían el mal momento en que se encontraba.
El poblado se cubrió de tristeza hasta el mediodía. Cuando menos lo esperaban apareció él, sonriente, con su guayabera blanca de mangas largas y el lacito negro ajustado al cuello, en tanto los curiosos no hacían más que mirarle a los ojos, escudriñando  la accidentalidad, pero nada alarmante encontraron, hasta que alguien reclamó la explicación del famoso telegrama.
Teófilo estiró su lacito mariposa y con postura de orador regio dijo a los presentes:
-Parece que no entendieron bien el mensaje. Yo veo perfectamente, en realidad quise decir que alrededor de  las doce del mediodía mandaran  un caballo para el Entronque de Guisa, pues ya estaba en Ciego de Ávila.
La carcajada inundó al caserío y la singular anécdota quedó registrada para siempre.
Muchas son las historias tejidas alrededor de él, unas ciertas, otras salpicadas por la imaginación popular, como la que a continuación comento:
En cierta ocasión llegó a la comunidad un importante  norteamericano que cautivó a muchos por la forma de vestir: camisa de hilo bordada, sombrero de paño, pantalón vaquero,  polainas de última moda y un lujoso revolver ceñido  a la cintura, que brillaba mucho más cuando el sol le dejaba caer sus destellos. Era la atracción del momento.
Teófilo no quiso perderse el gran acontecimiento y llegó hasta el lugar del hecho acompañado de su hijo, a quien  todos suponían  dominaba el idioma inglés, pues durante varios años su padre le abonó mensualmente  el dinero para sufragarle esos estudios.
-Mira, mijo, este es el momento de enseñar lo aprendido, habla con el mister para que todos te vean- le comentó con tremendo orgullo y la  multitud se preparó para el diálogo.
El joven  estiró la camisa, limpió suavemente la garganta y acercándose al invitado le dijo:
-Americanín, americanín, ¿no vendes el pistolín?
El americano, sin comprender las interioridades de aquella inusual pregunta, miró con recelo al interlocutor y  expresó:
-Mister no entender….
El joven se viró a su padre y con cara de lástima le dijo:
-Papito, dice el americano que no lo vende.



miércoles, 28 de enero de 2015

Supersticiones



                                                     

                                                        La muerte es un sueño sin sueños.

                                                                           Napoleón Bonaparte

A veces pienso que la muerte es algo muy serio, pero como alguien dijo que los cubanos nos reímos de todo, pues de esa forma también lo hacemos con la señora de capucha negra y guadaña jorobada.
Digo esto y recuerdo a Samuel Fei­jóo, ese  personaje inquieto, versátil y emblemático de la cul­tura cubana, nacido el 31 de marzo de 1914, en San Juan de los Yeras, provincia de Las Villas (hoy Villa Clara), quien, aunque muy cuestionado por su forma de narrar, dejó una interesante impronta cargada de güijes, fantasmas, botijas legendarias, supersticiones y miedos, propia del  fecundo imaginario,   de su prosa reiterativa y jaranera:
“Un negro salió a cazar palomas y salió con la promesa de cazar dos palomas, una pa él y otra pa San Lázaro. Entró por un monte y le salieron dos palomas. Jaló por su escopeta y tiró y tumbó una paloma.
Y el negro dijo, mirando pa la paloma que salió volando:
-¡Cógela, San Lázaro, que esa es la tuya!”
Realmente la creencia en los dioses, espíritus y aparecidos es tan vieja como Matusalén: “…Sófocles describe el encuentro de Clitemnestra con su difunto esposo…Homero narra el de Penélope con su  difunta hermana… Filóstrato nos muestra a Aquiles abandonando su tumba para regresar a ella cuando cantara el gallo…”
La  mayor parte de esas creencias “postmortem” se las trae, como dijo un viejo amigo, quien aseguraba que al morir una persona su alma no abandonaba de inmediato el cuerpo que habitaba, debían practicársele algunos ritos, entre ellos el novenario, para que el difunto quedara satisfecho y no volviera.
Sostenía, además   que en su casa se escuchaban por la noche pasos, ruidos extraños, se abría o cerraba la puerta del patio… como en las películas de terror….corroborando su hipótesis de que eso sucedía   cuando  el cuerpo del difunto abandonaba la casa y nadie se preocupaba por  quemar la cama del occiso ni de lavar su ropa, como lo indicaba una vieja leyenda.
Pensé entonces en María Gaudiosa Arias Acosta,  una manzanillera de 74 años de edad, residente en la calle Dolores, número 7: licenciada en  Inglés, que domina a la perfección, madre de dos hijos y abuela de cuatro nietos.
Tal vez, visto el asunto de esa forma, nada tiene que ver con lo narrado por mi amigo, lo realmente curioso de esto es que  su marido murió el 27 de noviembre de 1989, y desde entonces el miedo se apoderó de  ella e hizo tanto rechazo a la cama, que desde esa fecha duerme sentada en un balance.
Cuenta que durante los primeros días del fallecimiento de su esposo lo sentía a su lado, en la cama, o asomado a veces  por la persiana del cuarto, de manera que, un tanto aterrada por el suceso, abandonó el dormitorio,  para conciliar el sueño de esa manera singular.
Si bien Carlos Gardel plasmó en una de sus canciones que 209 años no es nada, un cuarto de siglo durmiendo en un balance es un alarmante récord Guinness para quien ve la vida más allá de la muerte.






domingo, 4 de enero de 2015

Betico





                 El que busca un amigo sin defectos se queda sin amigos.
                                                                                            Anónimo.
                                                                                               
                                                                                                                           
A veces pienso que Alberto Francisco Guerrero Peláez, es un nombre  intrascendente para los manzanilleros, sin embargo, “Betico”, el de la imprenta, deviene calificativo pintoresco y reconocido, o sea, el mismo personaje  pero con intencionado marketing.
En él se tejen sólidas tradiciones costumbristas y miles  de chistes, en su mayoría  con cierto sabor etílico,  que  invitan al disfrute pleno de una copa de pensamiento, como parte indisoluble de los  valores identitarios que lleva dentro.
Diariamente  suele sentarse en un banco del parque Paquito Rosales, su hábitat mañanero, para compartir la  tertulia con viejos  amigos que rememoran las travesuras y anécdotas de sus andares por los años.
Un encuentro inesperado en su “puesto de trabajo” post laboral, fue lo suficiente para hurgar su vida, más allá del linotipo, las galeras, el plomo y el inconfundible olor a tinta de la imprenta El arte que le abrió las puertas para adentrarse en ese fascinante mundo.   
Su deporte favorito es el jaibol, aunque el strike a lo Pinilla le fascina a pesar de las reiteradas advertencias de su esposa para que aleje tan dañina práctica:
-Betico, no tomes más…-le suplica a ratos mientras encuentra en él la acostumbrada respuesta:
-No estoy bebiendo de más, vieja…es lo mismo de siempre…
Este singular hombre, de 75 años de edad y 15 como jubilado de las Artes gráficas, deja su impronta al pasar  con válidas propuestas para  un buen  libreto  del Festival del humor Aquelarre.
-Betico, la bebida te está matando lentamente… -dicen algunos mientras la   réplica no se hace esperar:
-Chico  ¿Y quién te dijo que yo tengo apuro en morirme?-¡Ah…!, pero si alguien le increpa para  que tome con medida, siempre confiesa:
-Precisamente por eso llevo en el bolsillo  una cinta métrica, para no irme de rosca  en el trago.
Realmente mi amigo no es un clásico de la filosofía, ni mucho menos, confía en la espiritualidad del hombre que aspira al mejoramiento humano, sus cánones existenciales sobrepasan lo apocalíptico,  alejan  la grosería, se imponen ante la vulgaridad. Y está presto a compartir la sonrisa con  sus cotidianas ocurrencias. 
Hace pocos días, se me acercó con cara de fiesta cumpleañera y me dijo:
-Chico, si de bebida se trata, lo único que lamento en mi vida es el no haber  “tomado”·en su momento el cuartel de bomberos de Manzanillo.
Y lanzando una carcajada se alejó rumbo a  su casa.