
Cuentan que siempre lo acompañaron su caballo, un
ancho sombrero de guano y el enorme
machete, llamado Guámpara, colgado a la cintura, que religiosamente
desenvainaba, en los momentos de su arrebato mental; cuando escenificaba un
imaginario enfrentamiento contra las tropas españolas, o para picar los huesos de la caldosa cederista del 28 de Septiembre.
A su
rancho acudían pocas personas, solía andar desnudo, brincando cercas de un lado
a otro, besando a sus vacas… pero el plato fuerte de sus acciones, lo
constituía Tuna, la esposa que diariamente obligaba a marchar y a cantar himnos
militares.
Pensé en una
crónica inusual y partí a escudriñar los
detalles en el “teatro de operaciones”, conociendo lo arriesgado de la
aventura.
Al
llegar, la noticia me conmovió sobremanera, Pepe había culminado su estancia
terrenal, tal vez estaría librando ahora fuertes combates contra los
“rayadillos”, en otras partes del universo celestial.
Desilusionado
ante el fatídico detalle, me dispuse a retornar a Bayamo, cuando inesperadamente
un conocido coterráneo me habló de Luis Cedeño Rodríguez, conocedor de aquellas
historias orales que gentilmente versiono a mi manera:
“Por ese
entonces tenía cerca de 14 años de edad -me dijo- cuando de regreso a casa, dejé el
camino acostumbrado para coger la angosta y húmeda vereda que atravesaba uno de los potreros de
su propiedad, era el mejor lugar para ver tan comentada representación difundida
de un lado a otro del poblado.
Allí
estaba él, en una esquina de la cerca, tal
como me habían contado, de repente salió
como un rayo, montado en su alazán preferido, iba sobre el lomo desnudo del animal, con una mano sujetaba
las bridas y con la otra lanzaba enormes machetazos, simulando una carga al
machete.
Asustado trepé
a lo más alto de un mamoncillo, respiraba grueso y entrecortado, el episodio
duraba demasiado y temía ser víctima
mortal de aquel toque a degüello.
En una de
aquellas enloquecidas carreras pasó cerca del árbol donde estaba y me descubrió, viró su corcel en forma de U y detuvo el caballo, justo
debajo del gajo en que me encontraba.
La bestia marcaba con sus patas delanteras los
pasos acompasados de un buen jamelgo, en cambio yo, sentía un frío estremecedor
en el estómago como jamás en mi vida tuve, se me nubló la visión, pensé en el final de esta aventura, estaba
perdido, tal vez víctima de un certero machetazo.
Inesperadamente se llevó la mano a la
frente y en gesto de saludo militar me
gritó!:
-Brigadier, dígame, ¿a qué distancia
se encuentra el enemigo?
Respiré profundo, una inmensa alegría
me invadió el cuerpo, no solo por el imprevisto
ascenso militar conferido en tan difícil situación, sino por sentirme protagonista
de su batalla.
Pepe, miró a lo lejos, secó el sudor de la frente con el
dedo índice derecho y dijo sonriente:
-¿Contaste las bajas que les hicimos a
los “gaitos”?- y me propuso:
-¡Arriba!, no perdamos más tiempo,
monta detrás de mí y vamos a contarle al General los detalles de esta pelea.
-De acuerdo- le dije...pero antes,
pediré permiso a mi tía.
Y así el pequeño escapó de aquella aventura, conociendo que, aún en la perturbada mente de Pepe,
sobrevivía la convicción de que una manera de
salvar a la Patria, es no torcer
jamás su estrella.
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