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miércoles, 27 de abril de 2016

Carnicero multipropósito




                                                                              A chillidos de cerdo, oídos de carnicero. 
                                              Anónimo
                                                                                                                          
                                                   
 Cuentan que en Roma, el cabeza de familia era el encargado de matar y descuartizar las reses destinadas al consumo hogareño, tradición desnaturalizada  en 1096 con la aparición, en París, del primer establecimiento para la venta de carne al por menor.
Debido al  éxito económico, la idea se multiplicó mientras el  carnicero aprendía el oficio instruido por  un experimentado profesional, al que le pagaba la cantidad convenida  por las enseñanzas prácticas. 
Estos personajes  guardaron tan mala fama que a  sus puestos de venta no acudía ninguna mujer de buenas costumbres; era habitual  que los hombres fueran a comprar la carne, nunca enviaban a un esclavo, desde entonces la intencionalidad de estos personajes se repite  con matices diferentes.
Hace unos días llegué a un punto para el expendio de carne y ante la ausencia del tablillero correspondiente, pregunté si había  bistec de cerdo, la respuesta del vendedor me estremeció el bolsillo:  
- Sí…Puro, 35 pesitos nada más.    
Menos mal que fueron 35 pesitos  nada más…pensé y proseguí el rumbo en busca de mi objetivo, cuando  la aglomeración de personas en torno a una carnicería cercana me detuvo:
-¿Van a sacar bistec?- pregunté esperanzado.
-No, hijo… ¡no!, ¡sacapuntas! -afirmó una de las presentes y agregó: ¡Ah!, dice el administrador que mañana traerán libretas escolares, así que ya lo sabe por si hay estudiantes en la casa.
Juro que no pude contener la sonrisa ante la singular promoción, ¡sacapuntas y libretas en la carnicería!, dentro de poco pondrán  a un maestro para  repasar a los muchachos del barrio, se me ocurrió, entonces los vasos comunicantes  desbordaban mi memoria de incontables anécdotas vividas en similares establecimientos.
Recordé a  Pancho, un  viejo que todo lo festejaba etílicamente, zigzagueando llegó un día a la carnicería  interesado en hacer una caldosa para  establecer las bases estomacales y seguir  bebiendo:
-Carnicero, ¿cuánto cuesta esa cabeza de cerdo?- inquirió, mientras el dependiente  maliciosamente  le respondió:
-Vamos, Pancho…, eso no es una cabeza de cerdo, es un espejo. 
Así son los carniceros, hábiles y creativos,  por  eso inventaron la libra de 14 onzas y  la inmersión de la carne en agua, de un día para otro, con el propósito de  que pese más, detalles al que no escapan el pollo, los camarones y hasta el mismísimo etcétera.  
De manera que eso de echarle agua al ron es una  categoría filosófico- gastronómica, ahora transferida a  la red comercial, porque en honor a la verdad, el “agua bendita” no quiere abandonar al sector.
Salvo honradas excepciones llegan hasta nuestros días esos  descuartizadores  del peculio familiar: atentos, “complacientes”…, con los oídos siempre dispuestos a sacarle la mejor tajada hasta al  chillido de cerdo.  

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