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sábado, 26 de mayo de 2018

La historia que jamás contó abuelo Guzmán



                 
                                                                 No entres donde no puedas pasar fácilmente la cabeza.
                                                                                                                                              Anónimo

Guzmán Martínez era un viejo fortachón, guajiro guapo  de verdad, trabajador y aventurero, nacido  en Vega de Pestán, muy cerca de la ribera del río Cauto, -comenta orgulloso Manuel Pérez Calzada, surtidor de la materia prima, sin costo adicional, de la presente crónica.    
Desde hace muchísimos años, la economía fundamental  de esa región es la ganadería -dijo-, por tal razón Martínez devino ordeñador auténtico, casi desde nacimiento, oficio al que dedicó la mayor parte de su vida.
Vaquero al fin, desarrolló múltiples habilidades propias de la actividad: toreo y enlace de vacas, monta de caballo… sin embargo, el mayor respeto a él atribuido era la pegada de su mano izquierda, al que le soltaba el puño no hacía el cuento jamás.
Gozaba de  buen carácter, aunque odiaba que le contradijeran, ni en broma soportaba eso, porque ahí mismo se levantaba en cólera y formaba la bronca en un abrir y cerrar de ojos.
Recuerdo la última vez que visitó el círculo social de la zona, esa tarde lo dispuso todo en el orden personal, para llamar la atención a las divinas del barrio: camisa de cuadros almidonada, pantalón de mezclilla, el cinto de cuero repujado y hebilla metálica, botines mexicanos con sus plateadas espuelas y como perfume, un  toquecito de Merocat (loción de dudosa procedencia, muy vendida a inicios de los 90, por los merolicos de catres, de ahí su popular nombre). 
Llegó a la fiesta justamente cuando el nengón, baile tradicional de Cauto Cristo, interpretado por el popular “Jele la guagua”,  estaba a “punto de caramelo” y el animador anunciaba una botella de ron como premio a quien defendiera mejor la vieja hipótesis de quién llegó primero a este mundo: la gallina o el huevo.
El abuelo se fue por la primera variante, mientras un guajiro salido de no se sabe dónde, le llevó la contraria lanzándose a la batalla desde el trampolín de la guapería.
Lo desafiaba hasta más no poder. Guzmán, que en paz descanse, haciendo galas de su vigorosa pegada especuló:
-A este renacuajo lo tumbo yo del primer izquierdazo o renuncio al apellido de  Martínez.
La música detuvo sus  acordes, todos permanecieron atentos, silenciosos… el viejo se preparaba para engancharle el fulminante golpe al susodicho, apretó los puños y entabló el cuerpo a cuerpo, pero asombrosamente esta vez, él  resultó liquidado.
Un contundente golpe colocado en su boca, por donde no da el sol ni llega el cepillo dental, testificaba el hecho y de inmediato la inesperada noticia corrió de boca en boca por todo el caserío:
-¿Se enteraron?, Guzmán encontró la horma de su zapato, un tipo lo dejó fuera  de combate en el primer asalto.  
Pasaron los meses cuando un grupo de amigos reunidos cerca del camino que va de Cauto Cristo a Algodones, donde vivía, embobecían escuchándole  las épicas hazaña a Guzmán, en las que aparecía como vencedor de mil batallas.
En ese instante la vía, mientras  en el asiento delantero,  junto al chofer, viajaba el  hombre que lo venció. 
-¡Guzmán, miedoso…!- le grito a toda voz desde el vehículo.
La esposa, tras reconocer al protagonista, miró seriamente al venerable y  comentó:
-Viejo, ¿usted oyó lo que dijo ese señor?
Él, sabiendo de quien se trataba desvió  la intencionalidad de la ofensa:
-Claro que lo oí, parece que se confundió, me dijo Reinoso y yo soy Martínez -explicó, abriendo los ojos más grandes que una guira cimarrona.
-Sí, Guzmán… te dijo Reinoso, confirmó, apenada, para no torcerle el rumbo a la leyenda, dejando la yagua antes de que cayera la gotera.
Y absorbiendo el último buchito de café, se perdió en la cotidianidad del hogar.

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