No entres donde no puedas pasar fácilmente la
cabeza.
Anónimo
Guzmán Martínez era un viejo fortachón, guajiro
guapo de verdad, trabajador y aventurero,
nacido en Vega de Pestán, muy cerca de
la ribera del río Cauto, -comenta orgulloso Manuel Pérez Calzada, surtidor de la
materia prima, sin costo adicional, de la presente crónica.
Desde hace muchísimos años, la economía fundamental
de esa región es la ganadería -dijo-,
por tal razón Martínez devino ordeñador auténtico, casi desde nacimiento, oficio
al que dedicó la mayor parte de su vida.
Vaquero al fin, desarrolló múltiples habilidades propias
de la actividad: toreo y enlace de vacas, monta de caballo… sin embargo, el
mayor respeto a él atribuido era la pegada de su mano izquierda, al que le
soltaba el puño no hacía el cuento jamás.
Gozaba de
buen carácter, aunque odiaba que le contradijeran, ni en broma soportaba
eso, porque ahí mismo se levantaba en cólera y formaba la bronca en un abrir y
cerrar de ojos.
Recuerdo la última vez que visitó el círculo social
de la zona, esa tarde lo dispuso todo en el orden personal, para llamar la
atención a las divinas del barrio: camisa de cuadros almidonada, pantalón
de mezclilla, el cinto de cuero repujado y hebilla metálica, botines mexicanos con
sus plateadas espuelas y como perfume, un
toquecito de Merocat (loción de dudosa procedencia, muy vendida a inicios
de los 90, por los merolicos de catres, de ahí su popular nombre).
Llegó a la fiesta justamente cuando el nengón,
baile tradicional de Cauto Cristo, interpretado por el popular “Jele la guagua”,
estaba a “punto de caramelo” y el
animador anunciaba una botella de ron como premio a quien defendiera mejor la
vieja hipótesis de quién llegó primero a este mundo: la gallina o el huevo.
El abuelo se fue por la primera variante, mientras
un guajiro salido de no se sabe dónde, le llevó la contraria lanzándose a la
batalla desde el trampolín de la guapería.
Lo desafiaba hasta más no poder. Guzmán, que en paz
descanse, haciendo galas de su vigorosa pegada especuló:
-A este renacuajo lo tumbo yo del primer
izquierdazo o renuncio al apellido de Martínez.
La música detuvo sus acordes, todos permanecieron atentos,
silenciosos… el viejo se preparaba para engancharle el fulminante golpe al
susodicho, apretó los puños y entabló el cuerpo a cuerpo, pero asombrosamente esta
vez, él resultó liquidado.
Un contundente golpe colocado en su boca, por donde
no da el sol ni llega el cepillo dental, testificaba el hecho y de inmediato
la inesperada noticia corrió de boca en boca por todo el caserío:
-¿Se enteraron?, Guzmán encontró la horma de su
zapato, un tipo lo dejó fuera de combate
en el primer asalto.
Pasaron los meses cuando un grupo de amigos
reunidos cerca del camino que va de Cauto Cristo a Algodones, donde vivía, embobecían escuchándole las épicas
hazaña a Guzmán, en las que aparecía como vencedor de mil batallas.
En ese instante la vía, mientras en el asiento
delantero, junto al chofer, viajaba el hombre que lo venció.
-¡Guzmán, miedoso…!- le grito a toda voz desde el
vehículo.
La esposa, tras reconocer al protagonista, miró
seriamente al venerable y comentó:
-Viejo, ¿usted oyó lo que dijo ese señor?
Él, sabiendo de quien se trataba desvió
la intencionalidad de la ofensa:
-Claro que lo oí, parece que se confundió, me dijo
Reinoso y yo soy Martínez -explicó, abriendo los ojos más grandes que una guira
cimarrona.
-Sí, Guzmán… te dijo Reinoso, confirmó, apenada, para no torcerle el rumbo a la leyenda, dejando
la yagua antes de que cayera la gotera.
Y absorbiendo el último buchito de café, se perdió
en la cotidianidad del hogar.
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