Cuando el mal es de mangos, no
valen
guayabas verdes.
Yo
Corrían los tiempos difíciles de la década de los años
30 del siglo precedente, cuando en la
Curva del Muerto, desolado paraje cercano a Bayamo, las
familias López y Matamoro decidieron juntar sus vidas en singular acto
matrimonial.
Pronto nació el primer hijo al que apodaron Yoyi y como era tan avispado lo colmaron de
bondades, entre estas una cadenita de fantasía, encontrada en el nacimiento del
río, cuando la madre lavaba la ropa de la semana.
Como la casa estaba incompleta, el viejo cavó un hoyo detrás
de su bohío y, entre una mata de moringa y otra de aguacate, construyó un escusado
con tablas de palmas reales, a bajo costo, que luego pintó con lechada de cal,
hasta dejarlo “de agencia”.
La situación económica empeoraba en todo el país, pero
los padres del niño atesoraban la idea de tener en la familia a un profesional
de prestigio y hurgando en las posibles variantes para que entrara en relación
con un mejor desarrollo social, recordaron que en Santiago de Cuba ambos tenían
familias allegadas.
Establecieron los contactos reglamentarios, le
arreglaron la ropa como pudieron y:
-En casa de los Matamoros, residentes en Versalles, 15
días, y el resto del mes, para Puerto Boniato, donde vive mi familia, fue la
decisión del viejo. Y sorteando las inclemencias del tiempo, llegaron a “Chago”.
Esa mañana de mayo, una de las tías lo recibió con espléndida sonrisa y
una tanda de mangos bizcochuelos, comió tantos que pronto el pequeño sintió deseos
de acudir al baño, solicitó el permiso y
salió al patio en busca del espacio para deshacerse de su urgencia.
-Jorgito, el baño está dentro de la casa -aclaró la tía
más vieja, indicándole el camino.
-¡Ah!, cuando termines, hala la cadena -precisó.
Asombrado, el muchacho penetró en el lugar sanitario,
desconocido para él hasta ese momento, tomó asiento en el “blanquísimo trono” y
en breve desocupó el estómago, pero mientras pensaba cómo descargarlo.
Luego de varios intentos fallidos por encontrar la
solución, nuevamente la tía le aclaraba
desde el comedor:
-Jorgito, para descargar el baño, hala la cadena
-insistió con tono dictatorial al apreciar la demora.
Y el chico, obediente, tomó la cadena de fantasía que
ataba a su cuello y de un tirón la partió en dos, pero el aliviadero seguía
intacto.
Comprendió que no era esa la cadena, hasta que por fin
divisó otra pegada al tanque del agua.
-Debe ser esta -y tiró de ella.
Un fuerte chorro de agua se remolinó bruscamente en el
interior de la taza, el corazón del niño latía apresurado, los ojos
parecían salirse de sus órbitas, pensó que el agua se desbordaría y correría
por toda la casa. Entre el alivio y la angustia caviló:
-Mi madre, rompí este aparato.
De repente, el agua volvió a la normalidad, respiró
profundamente, secó el sudor de la frente con el canto del pullover y
proyectando su voz entrecortada dijo:
-¡Tíaaaaaaaaa… ya acabé!
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