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viernes, 10 de febrero de 2017

Monólogo simple para un Moliére Tropical




El calendario marcaba el 14 de febrero de 1977 cuando nacía en la ciudad de Bayamo el Colectivo Teatral Granma, primer conjunto profesional, de esa modalidad, en el territorio.
Cuarenta años después de ese acontecimiento, Norberto Reyes Blázquez, bautizado como el Moliére Tropical, fundador, actor y actual director de la referida institución, testifica el envidiable trabajo de ese tiempo. 
“La llegada del teatro a la ciudad, en 1976, fue una novedad, de eso se encargó el  experimentado actor y director Miguel Lucero, junto a su esposa y actriz Delia Niuvó, procedentes del grupo Teatro Estudio, de La Habana. 
“Ellos presentaron un  ambicioso proyecto para fundar la compañía teatral, y con el apoyo de las autoridades del territorio lanzaron la convocatoria para un seminario de actuación.
“Cientos de aspirantes nos alistamos por curiosidad, más que por interés, salvo excepciones, no sobrepasábamos los 20 años de edad,  muchos vinculados laboralmente: Rayda Alfonso, Miguel Appa  y Andrés Araujo, procedían de la música, María Teresa González  y yo trabajábamos en las Artes Plásticas, Omar Perera, Ileana Santoya y Teresa Rojas, eran instructores de Teatro, Luis Ángel Lin, de la radio, y así por el estilo.
“En realidad, no teníamos formación académica alguna, por eso los gestores de aquella idea aplicaron la combinación de estudio-trabajo, priorizando lo actoral. Por las noches asistíamos a las clases de teoría y el resto del tiempo lo dedicábamos al  montaje de obras.
“En esta primera etapa estrenamos Canto cuentos, cuentos canto, con guión y dirección de Delia Niuvó, Cecilia Valdés, Las pepillas ridículas, Las bayamesas, Operación Carlota… hasta que en 1980, nos sometimos a la primera evaluación profesional.
“Ese mismo año, llevamos a escena la obra Punto sin retorno, escrita y dirigida por Lucero, con su estreno se inauguró la Sala-teatro José Joaquín Palma de Bayamo, que fue nuestra sede hasta 2002.
“Ya éramos actores calificados: mejores salarios, un lugar estable e idóneo para el montaje  de las obras y como  el grupo estaba en condiciones de asumir empeños mayores, comenzamos las primeras superproducciones, entre esta, De la  extraña y graciosa  aventura de Sancho Panza  en la ínsula Barataria, nuestra primera experiencia con un texto clásico.
“Luego trabajamos en Las mil y una noches guajiras, sin duda, la más trascendente de los primeros cinco años del colectivo, un verdadero suceso artístico en la ciudad,  con ella asistimos al Festival de teatro de La Habana, donde alcanzamos el premio de la revista Revolución y Cultura. 
“Por ese tiempo actuábamos también en varios seriales televisivos: El mambisito, El joven rebelde, la telenovela La conjura de la ciénaga… hasta que el destino nos preparó una mala jugada, el director se involucró en un extraño evento, no pudo continuar junto al grupo y quedamos en la orfandad.
“En el pueblo corría un comentario: “El sueño había terminado”, y debíamos regresar a nuestros primeros oficios, algunos integrantes también daban por segura la desintegración.
“Apenas teníamos experiencia teatral, no existía la persona con capacidad suficiente para dirigir, ni nadie que hubiera incursionado en la dirección escénica, más allá de lo aprendido. Situaron, entonces, al actor Juan Rubier Cruz al frente de la dirección administrativa del grupo.
“Ante la disyuntiva de qué obra montar, Andrés Araujo propuso El paciente impaciente, una comedia ligera de situaciones que escribí en el año 1977. Meses después, la estrenábamos.
“Corría el año 1983, cuando se cumplía el aniversario 50 del Soviet de Mabay, insólito acontecimiento político-social acaecido en el central azucarero que hoy lleva por nombre Arquímides Colina. La anterior dirección del grupo se había comprometido con las autoridades de la provincia a escribir y llevar a escena una obra teatral basada en aquellos hechos, cuyo estreno ocurriría para la fecha en cuestión.
“El proyecto había avanzado solo hasta la investigación, pero aceptamos saldar aquella deuda y apareció la superproducción titulada Mabay, algo impensable para un grupo que había perdido su director artístico hacía poco tiempo.
“Fue la época donde las comisiones nacionales recorrían todo el país seleccionando obras para participar en los festivales, lamentablemente, ese tribunal no pasó por Granma, pues conocían la partida del director, pero logramos el empeño y en 1984, participamos en el Festival  internacional de La Habana.
“Aquello resultó un certificado de vida para la salud del colectivo, a partir de ahí perfilamos el estilo de trabajo, alistándonos como permanentes en esos encuentros, tanto en la capital cubana, como en Camagüey, siempre con excelentes reconocimientos del jurado.
“Mucho se habla de nuestro repertorio, pero en honor a la verdad fueron seis obras las situadas en los puntos más altos de la trayectoria teatral del grupo, entre los casi setenta estrenos sobresalieron: Las mil y una noches guajiras, De la extraña y graciosa aventura de Sancho Panza en la ínsula Barataria, Mabay, Matías Pérez, Don Juan Normado y La conquista de Ameuropa.
“¿Momentos difíciles? Claro que tuvimos, sobre todo al inicio del llamado período especial. Ante la imposibilidad de girar con obras que incluyeran una carga material y numerosos actores, nos vimos obligados a pasar al pequeño formato.
“Así aparecieron obras menores, como Reencuentro, El hijo de Cornelio del Toro, De monte adentro, Ultrasonido, El debut de Lalá, con esta última participamos en el festival Máscara de Caoba de Santiago de Cuba, donde la actriz Rayda Alfonso recibió premio de actuación.
“Como otra  alternativa apareció Ultrasonido, el primer espectáculo estrenado por un proyecto de cuatro actores, con posibilidades de tocar instrumentos musicales y cantar, cuyo título dio nombre al proyecto homónimo que siguió produciendo y consolidándose. 
“En esa etapa  llevamos a escena Los años duros, con la cual giramos interminablemente por casi todo el país, participando por primera vez en el festival del humor Aquelarre (2000). Allí obtuvimos el Premio al mejor espectáculo y el Premio Cancún, que entrega, en ese marco, el estado mejicano de Quintana Roo.
“El premio siempre se agradece, pero lo considero circunstancial y no un medidor de calidad, puede ocurrir que en el evento la participación esté muy  mala, lo tuyo es lo mejorcito y te llevas el lauro, también puede suceder todo lo contrario, presentas un buen espectáculo, el jurado no lo ve como tal y  el reconocimiento lo coge otra pieza.
“Me gusta más cuando se valora la obra de la vida, eso demuestra el resultado sostenido durante  años. Por eso guardo con tanto orgullo el Premio de Teatro, conferido por las Artes Escénicas; el del Festival Barrio cuento, de La Habana; el Omar Valdés, de la Uneac nacional; la placa Heredia, máxima distinción  de la Cultura, en Santiago de Cuba; la condición de  Hijo Ilustre de la ciudad de Bayamo, emitido por la Asamblea municipal del Poder Popular.
“Lo que sí me queda suficientemente claro es que por todas estas motivaciones, me casé con el Teatro, imagino que a otros también les sucedió lo mismo”.  
                                                                 Foto RAFAEL MARTÍNEZ ARIAS

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