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sábado, 31 de diciembre de 2016

Espacio reservado




                                         La medida del amor es amar sin medidas.
                                                                                            Pitágoras

Cuenta la leyenda que al acercarse el final del 31 de diciembre, del calendario gregoriano, los duendecillos curiosos se sientan a la orilla de las nubes a escuchar los pedidos que llegan desde la Tierra.
-Por favor… un viajecito al extranjero- solicitan unos.
-Paz, dinero, salud, felicidad… -demandan otros- y así, cada quien pide  a su favor, el problema es lograr lo solicitado, porque, generalmente, esos dadivosos suelen tener oídos sordos o mala memoria.
De acuerdo con la práctica cubana,   durante todo el día se multiplican los vendedores-compradores de  cerdos y bebidas, el vecindario duplica los decibeles de sus equipos de audio en franca competencia, mientras la noche mágica motiva la reunión familiar y el reencuentro de amigos.
Es un momento  ideal  para lanzar a la calle  el tradicional cubo de agua que aleje todo lo malo, trazarnos nuevos propósitos, felicitar a los nuestros,  a  mis seguidores y  hasta complacer  la petición de un amigo humorista con esta historia que espero también  usted disfrute. 
Era el último día del año cuando, lamentablemente, tres hombres llegaron a las puertas del cielo. Un duendecillo uniformado ofrece la bienvenida  y  con voz de viejo administrador gastronómico les dice:
-Compañeros,  ustedes saben que estamos en temporada alta para el turismo, solo tengo hospedaje para uno, los dos restantes, soliciten un pasadía en el infierno, a ver si allá quedan capacidades -y continuó explicando:
-La persona que cuente  mejor la fábula de cómo murió,  entrará hoy a nuestra villa Cielo azul. ¿Bien?
Pactado el acuerdo, los tres hombres pasaron, de en uno, a la oficina de Reservaciones y alojamiento del lugar. El primero comenzó el relato:
-Llegué a casa por la madrugada, sin avisar, subí por la escalera, abrí la puerta  y allí estaba ella... totalmente desnuda en mi cama...
Registré toda la casa en busca de su amante, arriba, abajo, debajo de la cama... ¡nada! Pensé en pedir que me disculparan por ser tan mal pensado y mientras ella  comentaba que  hacía gimnasia desnuda a esa hora, escuché unos ruidos en la ventana...
El muy desgraciado colgaba del alero. Agarré mi bate de béisbol, le di en la cabeza y observé  cómo caía, pero tuvo suerte y aterrizó sobre unos sacos de  yerbas.
Desesperado porque se me escapaba, levanté el frizzen  hasta la ventana, pero se me enganchó la chaqueta y salí disparado al vacío, así  encontré mi muerte. Al menos estoy feliz porque aniquilé al amante de mi esposa...
El duendecillo escuchó la historia del segundo hombre.
-Bueno, yo trabajaba en la construcción como colocador de ventanas, en plena faena  el andamio se rompió, me  agarré  de la cornisa del edificio, mientras gritaba para que me auxiliaran.  
Un hombre molesto y con cara de pocos amigos abrió la ventana y me pegó tremendo golpe con un bate de majagua, pero mi ángel de la guarda colocó varios colchones de espuma antes de la caída.
Cuando abrí los ojos para agradecerle tanta fortuna, ¡un antiguo escaparate de caoba me vino encima. Ahí  encontré la muerte.
El duende quedó estupefacto con aquella versión y ordenó la entrada del último hombre, advirtiéndole:
-Oye, socio, aprieta si quieres hospedarte aquí, más vale que cuentes tu historia magistralmente, porque la del compañero anterior fue  genial.
El hombre sonrió y con dotes de poeta y escritor narró su fábula, al estilo de Eusebio Leal.
-Desnudo, escondido en un antiquísimo escaparate de caoba, caí al vacío...
Y refieren que esa noche, cuando las campanadas marcaron las 12:00, los duendecillos curiosos, abandonaron  la orilla de las nubes, para brindar, en la villa Cielo azul, junto al genial alumno de Augusto Monterroso.  
  



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