
A chillidos de cerdo, oídos de carnicero.
Anónimo
Cuentan
que en Roma, el cabeza de familia era el encargado de matar y descuartizar las
reses destinadas al consumo hogareño, tradición desnaturalizada en 1096 con la aparición, en París, del primer
establecimiento para la venta de carne al por menor.
Debido
al éxito económico, la idea se
multiplicó mientras el carnicero aprendía
el oficio instruido por un experimentado profesional, al que le pagaba
la cantidad convenida por las enseñanzas
prácticas.
Estos
personajes guardaron tan mala fama que a
sus puestos de venta no acudía ninguna
mujer de buenas costumbres; era habitual que los hombres fueran a comprar la carne, nunca
enviaban a un esclavo, desde entonces la intencionalidad de estos personajes se
repite con matices diferentes.
Hace
unos días llegué a un punto para el expendio de carne y ante la ausencia del
tablillero correspondiente, pregunté si había bistec de cerdo, la respuesta del vendedor me
estremeció el bolsillo:
-
Sí…Puro, 35 pesitos nada más.
Menos
mal que fueron 35 pesitos nada más…pensé
y proseguí el rumbo en busca de mi objetivo, cuando la aglomeración de personas en torno a una
carnicería cercana me detuvo:
-¿Van
a sacar bistec?- pregunté esperanzado.
-No,
hijo… ¡no!, ¡sacapuntas! -afirmó una de las presentes y agregó: ¡Ah!, dice el
administrador que mañana traerán libretas escolares, así que ya lo sabe por si
hay estudiantes en la casa.
Juro
que no pude contener la sonrisa ante la singular promoción, ¡sacapuntas y
libretas en la carnicería!, dentro de poco pondrán a un maestro para repasar a los muchachos del barrio, se me
ocurrió, entonces los vasos comunicantes
desbordaban mi memoria de incontables anécdotas vividas en similares
establecimientos.
Recordé
a Pancho, un viejo que todo lo festejaba etílicamente, zigzagueando
llegó un día a la carnicería interesado
en hacer una caldosa para establecer las
bases estomacales y seguir bebiendo:
-Carnicero,
¿cuánto cuesta esa cabeza de cerdo?- inquirió, mientras el dependiente maliciosamente le respondió:
-Vamos,
Pancho…, eso no es una cabeza de cerdo, es un espejo.
Así
son los carniceros, hábiles y creativos, por eso
inventaron la libra de 14 onzas y la
inmersión de la carne en agua, de un día para otro, con el propósito de que pese más, detalles al que no escapan el
pollo, los camarones y hasta el mismísimo etcétera.
De
manera que eso de echarle agua al ron es una categoría filosófico- gastronómica, ahora transferida
a la red comercial, porque en honor a la
verdad, el “agua bendita” no quiere abandonar al sector.
Salvo
honradas excepciones llegan hasta nuestros días esos descuartizadores del peculio familiar: atentos, “complacientes”…,
con los oídos siempre dispuestos a sacarle la mejor tajada hasta al chillido de cerdo.