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jueves, 4 de abril de 2019

Manolito “Cajaquinta”



                                    La edad no importa. (Eso es un cuento)
                                                                                                                                               Anónimo


 Llegar a viejo es una virtud que traspasa los umbrales  de la adultez, unos arriban lúcidos, envidiables, otros sin la fuerza requerida para sostener en el cuerpo lo que le queda de vida.  
Inspirado en la primera variante, el viejo Manolito,  mecánico bayamés de reconocido prestigio, al que jamás se le resistió motor alguno ante la sentencia del primer llavazo, ni botella de ron que le coqueteara en el desayuno, mostró interés por  llegar a los 120 y disfrutarlos con una salud de Robles, como su apellido.
Estaba dispuesto  a cambiar la visión de sus 80 años, por eso se graduó la vista, fue al gimnasio  por eso de los músculos en forma y visitó a un clínico, quien tras indicarle  un chequeo de rigor y  valorar el resultado de los complementarios  le precisó:
-Si pretende llegar a la longevidad, a partir de ahora evite el alcohol en exceso, no coma carnes de ningún tipo, ni embutidos, por el ácido úrico que generan, tampoco queso, nada de papas fritas para cuidar su colesterol, evitar la ingestión de pizza y espagueti, por la hipertensión arterial, nada de refresquitos ni dulces, si desea mantener a rayas la diabetes, y cero hamburguesas, para prevenir las enfermedades cardiovasculares…
Pasaron años  de maravillas, con un estilo de vida saludable bajo  prescripción facultativa, todo marchaba sobre ruedas hasta que apareció Alzheimer, un viejito jodedor empeñado en suministrarle a Manolito la dosis exacta de achaques, deterioro físico,  síndrome de soledad, pérdida de visión y hasta frío en pleno verano.
En breve, la senilidad y la niñez encontraron su punto en común, ciertos hábitos personales muy criticados por él, avizoraban ahora notables cambios en su comportamiento.  
Orinarse en la cama, como el perro que marca el territorio, devino nueva alerta, por lo que sus hermanos le colocaron un nylon y varios periódicos debajo de la sábana, para evitar el paso de las “goteras”. 
Se comía  las uñas y le escondieron los dientes, le dolieron las rodillas debido a la artritis y le compraron un bastón… así sobrellevó el tiempo.
Aquel personaje soplador de  tantas velitas cumpleañeras, ahora lo hacía, reiteradamente, con otra parte del cuerpo, emitiendo notas discordantes de fétido olor, que alejaba a los suyos del cuarto desde el primer soplido.
Las capacidades personales se  reducían en aquella especie de feudo donde habitaba, poco a poco dejó de relacionarse con otras personas, apenas bebía, la  inutilidad ahogaba  las excelentes condiciones físicas de antaño.
Los síntomas de la edad y las arrugas de la frente lo transformaban en un ser agónico, olvidado por quienes una vez encontraron en él la solución oportuna para la rotura del auto. Pensó que moría junto a la caja de herramientas y su overol azul lleno de grasa.
En la calle, un chofer inútilmente hacía malabares por arrancar el Moskvich   plateado, cuando el inesperado hechizo le devolvió el alma al cuerpo:
–Kiki, no toques más el carro, déjame eso a mí- gritó Manolito al despertar de una sobredosis de alcohol.
Se lavó la cara y dirigiéndose al amigo con pasos zigzagueantes le comentó:
-Cómprame una cerveza que este carro lo arranco o dejo de llamarme Manolito Robles, o “Cajaquinta”, como mejor te parezca. 




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