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viernes, 24 de abril de 2015

¡Qué canten los que comieron!




Cuando ya sea ceniza ponme en el hueco sonoro y tibio
de una guitarra. Ponme en el pecho el aliento de la flor de la guayaba y  cuando ya en el tiempo se pierdan flor y guitarra, ponme la canción al viento, que es todo lo que esperaba.
                                              Teresita Fernández
                

Los tambores retumbaron de un lado a otro en el populoso barrio santiaguero de Los Hoyos, aquel 12 de abril de 1867, la ciudad abría las puertas a uno de sus hijos más paradigmáticos, Antonio Gumersindo Garay García, el Gran Faraón de Cuba, como lo llamara el poeta y dramaturgo español Federico García Lorca.
Sindo Garay, como popularmente  le llamaron a este criollísimo juglar, único cubano que estrechó  las manos de Martí y después las de Fidel, disfrutaba a ratos de larguísimas  temporadas  bohemias en Bayamo, ciudad que le embrujó el corazón y  en cuyas tertulias musicales se bebía ron y se fumaba tabaco hasta la saciedad.
Durante una  de esas visitas a la ciudad de los coches, ciertos amigos decidieron agasajarlo con un suculento fricasé de carnero.
Tras el ritual de bienvenida ofrecido en un pintoresco recinto  enclavado en la finca El Salado, decapitaron  al animalito  y entre copa y copa se escuchó la voz del fiel exponente de la canción trovadoresca cubana:    
Tiene en su alma la bayamesa
tristes recuerdos de tradiciones
cuando contempla los verdes llanos
lágrimas vierte por sus pasiones
Ella es sencilla, le brinda al hombre,
virtudes todas y el corazón
pero si siente
de la Patria el grito
todo lo deja, todo lo quema,
ese es su lema, su religión.
Tanto bebió y cantó ese día que, pasado de tragos, se alejó del grupo y buscó refugio en la primera habitación que encontró. Al instante cayó rendido  mientras en el patio, las postas del animalito  danzaban al punto acompasado del fogón.
Llegó la hora del banquete, unos y otros saboreaban hasta con los dedos el fricasé acompañado de casabe mojado, plátano verde y ñame hervidos, todo bajo un silencio absoluto como sucede en esos casos.
En breve tiempo  los calderos quedaron boca abajo, nadie guardó, al menos, la  postica prometida para el durmiente trovador.
Saciado el apetito y con la sobredosis  de alcohol arriba comenzó el involuntario cabeceó en los sillones de la sala hasta que el sueño también los venció a todos.
Poco a poco  recobraban la lucidez  y volvieron a  una nueva  carga de ron, alguien  propuso  escuchar nuevamente al trovador. Se aprobó la idea y de inmediato fueron por él:
-Vamos, Sindo, levántate para que nos  cantes otra vez La Bayamesa.
Con la resaca a cuestas y el estómago  comprimido por el hambre retornó ante los presentes:
-Caballeros, ¿A qué hora nos comemos el chilindrón?-preguntó, tras un profundo bostezo.
Las miradas se cruzaban  en medio de un silencio absoluto, hasta que uno de los presentes rompió el mutismo: 
- Chico…discúlpanos, tu sabes como son los tragos, en realidad…ya nos lo comimos, pero no importa, date un trago que vamos a seguir cantando.
Sindo dudó por un instante, llegó hasta el patio y al percatarse de la veracidad de aquellas palabras se dirigió nuevamente al grupo de amigos.  
-¿Saben una cosa? Si se lo comieron todo y nadie se acordó de mí, entonces… ¡qué canten los que comieron!- dijo agotando el poco de ron que le quedaba en el vaso.


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