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miércoles, 28 de enero de 2015

Supersticiones



                                                     

                                                        La muerte es un sueño sin sueños.

                                                                           Napoleón Bonaparte

A veces pienso que la muerte es algo muy serio, pero como alguien dijo que los cubanos nos reímos de todo, pues de esa forma también lo hacemos con la señora de capucha negra y guadaña jorobada.
Digo esto y recuerdo a Samuel Fei­jóo, ese  personaje inquieto, versátil y emblemático de la cul­tura cubana, nacido el 31 de marzo de 1914, en San Juan de los Yeras, provincia de Las Villas (hoy Villa Clara), quien, aunque muy cuestionado por su forma de narrar, dejó una interesante impronta cargada de güijes, fantasmas, botijas legendarias, supersticiones y miedos, propia del  fecundo imaginario,   de su prosa reiterativa y jaranera:
“Un negro salió a cazar palomas y salió con la promesa de cazar dos palomas, una pa él y otra pa San Lázaro. Entró por un monte y le salieron dos palomas. Jaló por su escopeta y tiró y tumbó una paloma.
Y el negro dijo, mirando pa la paloma que salió volando:
-¡Cógela, San Lázaro, que esa es la tuya!”
Realmente la creencia en los dioses, espíritus y aparecidos es tan vieja como Matusalén: “…Sófocles describe el encuentro de Clitemnestra con su difunto esposo…Homero narra el de Penélope con su  difunta hermana… Filóstrato nos muestra a Aquiles abandonando su tumba para regresar a ella cuando cantara el gallo…”
La  mayor parte de esas creencias “postmortem” se las trae, como dijo un viejo amigo, quien aseguraba que al morir una persona su alma no abandonaba de inmediato el cuerpo que habitaba, debían practicársele algunos ritos, entre ellos el novenario, para que el difunto quedara satisfecho y no volviera.
Sostenía, además   que en su casa se escuchaban por la noche pasos, ruidos extraños, se abría o cerraba la puerta del patio… como en las películas de terror….corroborando su hipótesis de que eso sucedía   cuando  el cuerpo del difunto abandonaba la casa y nadie se preocupaba por  quemar la cama del occiso ni de lavar su ropa, como lo indicaba una vieja leyenda.
Pensé entonces en María Gaudiosa Arias Acosta,  una manzanillera de 74 años de edad, residente en la calle Dolores, número 7: licenciada en  Inglés, que domina a la perfección, madre de dos hijos y abuela de cuatro nietos.
Tal vez, visto el asunto de esa forma, nada tiene que ver con lo narrado por mi amigo, lo realmente curioso de esto es que  su marido murió el 27 de noviembre de 1989, y desde entonces el miedo se apoderó de  ella e hizo tanto rechazo a la cama, que desde esa fecha duerme sentada en un balance.
Cuenta que durante los primeros días del fallecimiento de su esposo lo sentía a su lado, en la cama, o asomado a veces  por la persiana del cuarto, de manera que, un tanto aterrada por el suceso, abandonó el dormitorio,  para conciliar el sueño de esa manera singular.
Si bien Carlos Gardel plasmó en una de sus canciones que 209 años no es nada, un cuarto de siglo durmiendo en un balance es un alarmante récord Guinness para quien ve la vida más allá de la muerte.






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