
La tarde deslizaba su velo gris
intenso sobre el lomerío, mientras allá, en Corojito, muy cerca del río Yao,
en Buey Arriba, uno de los municipios serranos de la suroriental provincia de Granma, algunos lugareños escuchaban atentos la singular caza de las gallinetas,
narrada por Apolonio, un viejo cafetalero conocedor de los secretos más arraigados
del aromático grano.
Sentado sobre una piedra, Polo, como
lo conocían, se arqueaba la barba
acompasadamente, tranquilizando las ideas que le revoleteaban en
su mente.
Acomodó la pipa entre los amarillentos
dientes, lanzó al aire una bocanada de humo gris, limpió su garganta y comenzó a
narrar la historia que solo él contaba con gran maestría. :
-Aquella mañana estaba buena para
cazar -indicó reflejando la alegría en sus ojos y prosiguió. Sin muchas
pretensiones me dije:-¡Arriba, compay!, mula que corcovea, no sirve pa' carretón.
Ajusté el cinto lo más que pude,
amarré a su alrededor unas tirillas largas de yarey, coloqué el puñal al lado
derecho de mi cintura, guardé una canequita de aguardiente en la parte trasera
del pantalón, junto a un puñado de maíz seco y una latica de leche condensada
vacía.
Más o menos después de media hora de
camino, llegué al lugar de las codiciadas gallinas de Guinea, allí estaban: serenas, con su pico largo, grueso, fortalecido, alborotadas
ante mi presencia.
Sin hacer mucho ruido para no espantarlas,
eché un puñado de maíz en la latica, bañé los granos con bastante aguardiente y
cuando estaban bien ensopados en
alcohol, los lancé sobre aquellas aves de color gris y negro, con algunos
puntos blancos en su plumaje.
En breve, devoraron el maíz, de
manera que repetí la operación varias veces y para no fallar en mis pretensiones, dispuse un descanso hasta conseguir el efecto deseado.
Las gallinas estaban lo
suficientemente ebrias por el maíz preparado, me acerqué a ellas y una a una las
amarré a mi cinto con los yareyes , cuando
conté las 40 me dije:
-Polo, ya es suficiente, aquí hay para
comer y sacarle, además, un dinerito para aliviar las tensiones familiares.
Al concluir la tarea, partí de regreso
a casa, pero el camino se me hizo más largo que de costumbre, las gallinas
fueron despertando de su borrachera y al verse atadas de las dos patas,
comenzaron a mover sus alas con intensidad.
Las batieron tan fuertes que comencé a
elevarme como si fuera un helicóptero, todo lo veía pequeño desde allá arriba,
por el rumbo que llevaba pensé llegar al planeta Marte.
Recordé entonces el cuchillo que
llevaba, corté las tiras de yarey y las gallinas se desplomaban como goteras en
techo de zinc.
Así comencé el descenso hasta caer en
un lago repleto de caimanes con cara de malos amigos, sin perder tiempo saqué
la latica vacía, le eché el poco maíz y aguardiente que me quedaban y cuando
decidí lanzarlos para que se emborracharan, alguien gritó muy fuerte:
-¡Compadre, los cocodrilos no comen maíz!
Y ahí mismo desperté.
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