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sábado, 24 de noviembre de 2018

El cazador de gallinetas



La tarde deslizaba su velo gris intenso sobre el lomerío, mientras allá, en Corojito, muy cerca del río Yao, en Buey Arriba, uno de los  municipios serranos de la suroriental provincia de Granma, algunos lugareños escuchaban atentos la singular caza de las gallinetas, narrada por Apolonio, un viejo cafetalero conocedor de los secretos más arraigados del aromático grano.  
Sentado sobre una piedra, Polo, como lo conocían, se arqueaba  la barba acompasadamente, tranquilizando las ideas que le revoleteaban en  su mente.
Acomodó la pipa entre los amarillentos dientes, lanzó al aire una bocanada de humo gris, limpió su garganta y comenzó a narrar la historia que solo él contaba con gran maestría.                        :
-Aquella mañana estaba buena para cazar -indicó reflejando la alegría en sus ojos y prosiguió. Sin muchas pretensiones me dije:-¡Arriba, compay!, mula que corcovea, no sirve pa' carretón.
Ajusté el cinto lo más que pude, amarré a su alrededor unas tirillas largas de yarey, coloqué el puñal al lado derecho de mi cintura, guardé una canequita de aguardiente en la parte trasera del pantalón, junto a un puñado de maíz seco y una latica de leche condensada vacía.
Más o menos después de media hora de camino, llegué al lugar de las codiciadas gallinas de Guinea, allí estaban: serenas, con su pico largo, grueso, fortalecido, alborotadas ante mi presencia.
Sin hacer mucho ruido para no espantarlas, eché un puñado de maíz en la latica, bañé los granos con bastante aguardiente y  cuando estaban bien ensopados en alcohol, los lancé sobre aquellas aves de color gris y negro, con algunos puntos blancos en su plumaje.
En breve, devoraron el maíz, de manera que repetí la operación varias veces y para  no fallar en mis pretensiones, dispuse un  descanso hasta conseguir el efecto deseado.
Las gallinas estaban lo suficientemente ebrias por el maíz preparado, me acerqué a ellas y una a una las amarré a mi cinto con los yareyes , cuando conté las 40 me dije:
-Polo, ya es suficiente, aquí hay para comer y sacarle, además, un dinerito para aliviar las tensiones familiares.
Al concluir la tarea, partí de regreso a casa, pero el camino se me hizo más largo que de costumbre, las gallinas fueron despertando de su borrachera y al verse atadas de las dos patas, comenzaron a mover sus alas con intensidad.
Las batieron tan fuertes que comencé a elevarme como si fuera un helicóptero, todo lo veía pequeño desde allá arriba, por el rumbo que llevaba pensé llegar al planeta Marte.
Recordé entonces el cuchillo que llevaba, corté las tiras de yarey y las gallinas se desplomaban como goteras en techo de zinc.
Así comencé el descenso hasta caer en un lago repleto de caimanes con cara de malos amigos, sin perder tiempo saqué la latica vacía, le eché el poco maíz y aguardiente que me quedaban y cuando decidí lanzarlos para que se emborracharan, alguien gritó muy fuerte:
-¡Compadre, los  cocodrilos no comen maíz!
Y ahí mismo desperté.



   

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