La edad
no importa. (Eso es un cuento)
Anónimo
Llegar
a viejo es una virtud que traspasa los umbrales
de la adultez, unos arriban lúcidos, envidiables, otros sin la fuerza
requerida para sostener en el cuerpo lo que le queda de vida.
Inspirado
en la primera variante, el viejo Manolito, mecánico bayamés de reconocido prestigio, al que
jamás se le resistió motor alguno ante la sentencia del primer llavazo, ni
botella de ron que le coqueteara en el desayuno, mostró interés por llegar a los 120 y disfrutarlos con una salud de Robles, como su apellido.
Estaba dispuesto a cambiar la visión de sus 80 años, por eso se
graduó la vista, fue al gimnasio por eso
de los músculos en forma y visitó a un clínico, quien tras indicarle un chequeo de rigor y valorar el resultado de los complementarios le precisó:
-Si pretende llegar a la longevidad, a partir de
ahora evite el alcohol en exceso, no coma carnes de ningún tipo, ni embutidos,
por el ácido úrico que generan, tampoco queso, nada de papas fritas para cuidar
su colesterol, evitar la ingestión de pizza y espagueti, por la hipertensión
arterial, nada de refresquitos ni dulces, si desea mantener a rayas la diabetes,
y cero hamburguesas, para prevenir las enfermedades cardiovasculares…
Pasaron años de maravillas, con un estilo de vida saludable
bajo prescripción facultativa, todo
marchaba sobre ruedas hasta que apareció Alzheimer, un viejito jodedor empeñado
en suministrarle a Manolito la dosis exacta de achaques, deterioro físico, síndrome de soledad, pérdida de visión y
hasta frío en pleno verano.
En breve, la senilidad y la niñez encontraron su punto en común, ciertos hábitos personales muy criticados
por él, avizoraban ahora notables cambios
en su comportamiento.
Orinarse en la cama,
como el perro que marca el territorio, devino nueva alerta, por lo que sus
hermanos le colocaron un nylon y varios periódicos debajo de la sábana, para
evitar el paso de las “goteras”.
Se comía las uñas y le escondieron los dientes, le
dolieron las rodillas debido a la artritis y le compraron un bastón… así
sobrellevó el tiempo.
Aquel personaje
soplador de tantas velitas cumpleañeras,
ahora lo hacía, reiteradamente, con otra parte del cuerpo, emitiendo notas discordantes
de fétido olor, que alejaba a los suyos del cuarto desde el primer soplido.
Las capacidades
personales se reducían en aquella especie
de feudo donde habitaba, poco a poco dejó de relacionarse con otras personas,
apenas bebía, la inutilidad ahogaba las excelentes condiciones físicas de antaño.
Los síntomas de la
edad y las arrugas de la frente lo transformaban en un ser agónico, olvidado
por quienes una vez encontraron en él la solución oportuna para la rotura del
auto. Pensó que moría junto a la caja de herramientas y su overol azul lleno de
grasa.
En la calle, un chofer
inútilmente hacía malabares por arrancar el Moskvich plateado, cuando el inesperado hechizo le
devolvió el alma al cuerpo:
–Kiki, no toques más
el carro, déjame eso a mí- gritó Manolito al despertar de una sobredosis de
alcohol.
Se lavó la cara y
dirigiéndose al amigo con pasos zigzagueantes le comentó:
-Cómprame una cerveza
que este carro lo arranco o dejo de llamarme Manolito Robles, o “Cajaquinta”,
como mejor te parezca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario